Después de que España arrollase a Ucrania un diario deportivo utilizó toda su portada para lanzar un mensaje: A que ganamos el Mundial. Le he estado dando vueltas desde ayer a esa mágica profecía. No entendía el propósito. Siempre he creído que los periodistas tenemos una perspectiva equivocada de la selección. No se trata ya de que España nunca ha ganado nada: es que nunca le ha ganado a nadie. El Mundial de Alemania se ha resuelto así: le dimos una paliza a Ucrania, perdimos durante setenta minutos con Túnez antes de una remontada “épica”, ganamos por la mínima a Arabia y perdimos contra Francia. No podía ser de otra forma. Lo ilógico, lo sorprendente y lo histórico hubiese sido ganarle a un campeón del mundo, por la sencilla razón de que España nunca ha hecho nada semejante. De los Mundiales de los últimos treinta años, España no le ha ganado, sencillamente, a nadie.
Los rivales a los que la selección vence son Suiza, Arabia, Irlanda o Letonia, y eso no siempre ocurre: Francia 98. España, por historia, por juego y por tradición, nunca podrá jugar de tú a tú contra Francia, Argentina, Inglaterra, Italia o Brasil, no digamos ya salir favorita, como nos hemos empeñado la mayoría en el último partido. El día en que tengamos conciencia de eso y asumamos la realidad, habrá dado España un paso importante para la consecución de un título o, al menos, de una sencilla gesta. Porque también en gestas está España huérfana. En el imaginario colectivo de las grandes hazañas futbolísticas de los últimos treinta años brilla el 12-1 a Malta o el 5-1 en octavos de final a Dinamarca: dos potencias de primer nivel. Después hay un rosario de gestas que pudieron ser y no fueron: el fallo de Cardeñosa, el gol de Míchel a Brasil, el penalty de Eloy contra Bélgica, el codazo a Luis Enrique... Sólo en los últimos veinte años, Rumanía, Corea del Sur, Bulgaria, Croacia o Bélgica han alcanzado las semifinales de un Mundial. Y Dinamarca o Grecia han ganado una Eurocopa.
España no ha hecho absolutamente nada: no le ha ganado absolutamente a nadie. Al último Mundial ha llegado de milagro, detrás de otra potencia como Serbia y Montenegro, jugándose la repesca con la temible Eslovaquia. Y sin embargo, en cada nuevo acontecimiento brota una euforia descontrolada y los periódicos se llenan de forofos que venden una selección que no sólo no es, sino que nunca ha sido: el devastador efecto Poli Rincón. Ni siquiera los argentinos, tan propensos al divismo, llegan tan lejos como los españoles. No digamos ya los franceses: L´Equipe ha asumido la decadencia de su selección y ha recordado a sus lectores que Francia tiene pocas posibilidades de llegar lejos en el Mundial: ellos, que lo ganaron hace ocho años. Aquí, en cambio, parece que en lugar de una selección que no ha ganado nunca nada importante, salvo una Eurocopa con Franco en el palco del Bernabéu, tenemos a la pentacampeona mundial. A que ganamos. Y, bajo el hechizo de la victoria a Túnez, seguimos con la cantinela de que partíamos favoritos y de que éramos el equipo a batir. Tan confiados estábamos que decidimos perderle el respeto a nuestro último ídolo con una portada ignominiosa: Vamos a jubilar a Zidane. Y Zidane, a la carrera y regateando (¡en el descuento!), nos fue jubilando a todos. Ya perdidos, fue la única alegría del partido.