El Butacón del Garci
Darío, el tipo de las diez mil vidas
Por José Manuel García
Una paletada de aire frío nos cayó a todos el lunes por la mañana. La nota, escueta y metálica, escupía de sopetón: "Darío Silva sufre un accidente de tráfico y los médicos le tienen que amputar la pierna derecha. El jugador está en coma farmacológico". Me dejó el estómago anudado y el corazón parpadeando como un semáforo loco. Dario, el tipo de las diez mil vidas, yacía en el rincón de la última calle, entubado y roto. A la cabeza se me vinieron imágenes vivas de aquel futbolista pecholata que, de habérselo propuesto, le hubiera quitado el sitio a Marlon Brandon, en un “tranvía llamado deseo”.
El craneo de Darío Silva era idéntico al de Yul Brynner, perfectamente redondo, con docena y media de pequeñas cicatrices, recuerdos de una vida desarrollada en las antípodas del aburrimiento. Con diez años, Darío emulaba a Tom Sawyer en los pantanos de Treinta y Tres, su pueblo, y olisqueaba las huellas de Fernando Morena. No era un goleador, pero su pierna derecha (ay, la pierna...) era un aguijón del estilo del recordado Negro Spencer.
Cuando le conocí, en Málaga, me impresionaron dos cosas de él. Su mirada de fuego y sus músculos. Darío apuntaba directamente a los ojos, sonreía y preguntaba. “¿Y ahora, qué hacemos?” Yo le indicaba, primero las fotos y luego, si te parece, las preguntas. El asentía y se dejaba manipular por el fotógrafo con la profesionalidad inteligente del que sabe encontrarse en buenas manos.
En Málaga triunfó por todo lo alto pero salió por la puerta chica, se marchó a Sevilla y entró en Nervión por la puerta grande. Su fichaje supuso la declaración de intenciones que José María Del Nido necesitaba para ‘su’ Sevilla grande. Pero Darío no encontró su golpe ganador y se hundió en las miserias de neón que destila la noche. Salió de Sevilla con el ruido sordo del que anda en calcetines pero dejando un reguero de simpatía en las paredes del club de Eduardo Dato.
El bravo guerrero se entrenaba la justo pero en la cancha que nadie le tocase una pluma. Todos recuerdan la noche europea ante el Panatinaikos, cuando hacían falta dos goles y el Sevilla de Caparrós seguía a cero. El entrenador sacó toda la artillería: Makukula, Aranda, Antoñito, Julio Baptista, Darío Silva… El uruguayo se escoró a la banda derecha y desde esa extraña posición comenzó a lanzar centros. Una pelota quedó prendida entre un bosque de cabezas y brazos, pero encontró al gigantón Maku y el cuero fue a parar a las redes. Recuerdo a Darío agitar los brazos como aspas de molino entre una ventolera. El charrúa quería más, sabía que, pese a que el reloj buscaba las cuerdas de la prórroga, el Sevilla todavía tenía agallas para un golpe irreversible. Darío tocó en corto, recogió Aranda y Adriano, ese brasileño eléctrico con piernas de goma, disparó a un ángulo imposible para los griegos. Recuerdo cómo enloqueció Nervión, cómo Caparros, Darío y los sevillistas formaron una montaña de entusiasmo, recuerdo cómo los ojos marrones de aquel uruguayo se abrieron como un cielo de estrellas, recuerdo cómo sentí su corazón con el abrazo.
Escrito por Matallanas | 7:50 p. m. | Enlace permanente