FIRMA INVITADA. José Manuel García (escribe sobre Telmo Zarraonaindia)
Por JOSÉ MANUEL GARCÍA
Mi último trabajo para Marca fue un recopilatorio para la realización de un libro sobre la vida de Telmo Zarraonaindia, que al final no se publicó. Fue a finales de 2000 y primer trimestre de 2001. Para ello viajé en soledad a Bilbao (yo ya estaba más que proscrito en Marca y me hacían unos encarguitos lo más alejados posible de la redacción).
En Bilbao me topé con Zarra y su familia, su esposa y sus hijas. El aspecto de Telmo era inmejorable. Delgado, bien trajeado, un san Luis de ochenta años. Pero mi gozo se fue yendo lastimosamente por los husillos de la decepción. Porque la memoria llevaba años divorciada del cuerpo de Zarra, que fumaba como un segador para enfado de su deliciosa señora, una madre de armas tomar, puño de hierro, sonrisa de seda, auténtica voz cantante en el trabajo. Nuestro trabajo se desarrolló en el hall del Ercilla. Telmo y Carmentxu llegaban puntualmente a las diez y en las siguientes tres horas de aquellos sillones de cuero negro no nos despegaban ni el general Custer ni su séptimo de caballería.
La profesionalidad de la pareja era digna de encomio. Ante el muro de nubes que el tiempo colocó ante los ojos del viejo depredador, mi trabajo se limitó a mostrarle cientos de fotos y amarillentos recortes que me llevé de Documentación. Mi voracidad por saber chocaba con las rocas que el tiempo puso sobre la cabeza de Telmo. De vez en cuando, éste soltaba una frase a modo de suspiro: “¡Qué tiempos!”. Y lo hacía mirando al frente, entrecerrados sus ojos oscuros, sin esperanza de encontrar aquellos días de gloria y risas que se hundieron en la penumbra. Carmentxu controlaba cada tic del viejo león y Carmen, la hija menor que demostraba agudeza y talento, le ayudaba en los hilos. Uno de los días se acercó a vernos Rafa Iriondo, el último amigo/del/alma de aquella leonera gloriosa (Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gaínza) que fue el Athletic. También le patinaba la memoria a Rafa, pero llegó un momento del día que las reglas se fueron al garete, porque hablaban los ojos de aquellos hombres, sus corazones. Aquella mirada dulce de Telmo, la caricia de las rugosas manos de Rafa al mentón de su viejo amigo. Los datos, las fechas, las ciudades, los nombres, todo se enmarañaba en el pensamiento de los ancianos, que daban paso a la ternura y a esa tranquilidad que sólo tienen los hombres cuando han hecho las paces con su pasado y que ven el final del trayecto y se presentan con los bolsillos llenos de buenas acciones y la conciencia limpia.
A Telmo los nacionalismos de hoy le sonaban a muy lejos y no entendía ni una papa de fronteras. Me decía: "José Manuel, suerte tuviste de ser del sur; qué bonita es la tierra tuya, qué me gusta aquella gente, llena de simpatía y la mirada tan alegre". A Telmo le fascinaba la Feria y el Rocío. Los espetos de sardina de Málaga y el talento saleroso que hay en Cái. Pero también ponía las manos en el fuego por alguien de Murcia o los manitos de México, tierra que adoraba. Telmo era un niño pese a sus ochenta y pico años. Un viejo niño que no sabía hacer daño. Su maldad se circunscribía a comerse una galleta a destiempo, a darle una calada al pitillo. El corazón de aquel león no entendía de naipes ni de trampas.
Cuando nos despedimos nos dimos un beso mientras me susurraba al oído. "Ya sabes, amigo, en esta casa de Bilbao con tanta lluvia y tanto calor siempre te espero". Nunca más lo volví a ver. Hace un par de meses me llamó Maite, una amiga de la familia, y me dijo que Telmo andaba bastante pachucho y su cabeza comenzaba a tomar la misma senda que su memoria. Yo sabía que el tren del hijo del ferroviario se encontraba a punto de llegar a la estación del nunca retorno. Me acordé de los buenos días que pasé con Telmo Zarraonaindia Montoya y familia. Me acordé de aquel viejo y nuevo amigo, de las galopadas que dimos sin decirnos nada, a pleno pulmón, a puro corazón.
Escrito por Matallanas | 6:30 p. m. | Enlace permanente